Recuerdos de la Barbarie II ..En el infierno venden budín
"Compañero deme un budín", decía la voz quebrada por mil gritos de una garganta dedicada a vivir el instante y olvidarse de lo justo con el pretexto de la supervivencia. Las monedas resbalan a la mano de otro hombre, de ropas modestas, pero bien limpias, a diferencia del interlocutor, que no recuerda el último día que se cambió la camisa.
Aquellas monedas habían paseado antes por el bolso de alguna esposa de narco. Los pelícanos del Penal de Canto Grande de inicios de los 90 se las piden a todas las mujeres que cruzan seriecitas la rotonda del penal con destino al pabellón 4A, que alberga, entre otros, al "Padrino" Reynaldo Rodríguez López" y su camarilla de ayudantes, quienes tienen en sus pabellones refrigeradoras para las gaseosas que venden y las que reciben de sus visitantes.
Pero los Pelícanos no tienen gaseosas, no tienen nada. Son internos comunes a los que nadie va a visitar, los únicos que sólo comen la asquerosa paila de la cárcel y que para darse un gusto deben pedir propina a los visitantes, sobre todo a las mujeres, quienes se sienten intimidadas por sus harapos.
Esta vez, la propina le permite a Agustín, un Pelícano que está en Canto Grande por vender drogas- comprarse un dulce budín de pan preparado por los internos del famoso pabellón 4B, ese que amanece con el ruido de arengas y cánticos que a Agustín no le incomodan... Ese pabellón que en Abril de 1992 alberga a poco mas de 400 senderistas o "compañeros", como los llaman los demás internos que no resisten la tentación de los pasteles que la organizada panadería del pabellón prepara durante la madrugada, a pesar de las decenas de moscas que se posan sobre ellos.
No se trata de un taller alentado por las autoridades penitenciarias. Es una panadería bien equipada que los internos han instalado sin autorización oficial. Los del 4B también venden alpargatas y bolsos de diseño étnico con cuero que los propios visitantes les llevan. Es lo primero que ven quienes visitan el pabellón, además de las columnas pintadas de rojo y una obsesión por llenar las paredes de escritos adornados con dibujos de Mao mas pequeños que el gran mural que decora el patio principal del pabellón: una pintura que retrata los años mozos de Abimael Guzmán. No hay pared vacía en el recinto anterior al patio.
Los internos del 4B parecen sufrir de un letargo constante. Sus gestos son más pausados que los de los que vienen de afuera a visitarlos. Es como si el tiempo transcurriera más lento dentro de las paredes con letras rojas. Las sonrisas son escasas, aunque las veo repartidas alrededor de un personaje al que conocía en ese momento sólo por fotografías y televisión: Era el mismísimo Osmán Morote Barrionuevo rodeado de un grupo de admiradoras que les acercan niños para que los bese, cual político en campaña.
La figura de Morote parece ser mística, aunque su poder se redujera incluso antes de su captura a fines de los ochenta, en el momento en que Abimael Guzmán lo había enviado a liderar las acciones senderistas en el norte, un lugar donde Sendero no tenía presencia. En pocas palabras, lo había enviado a la siberia al comprobar que su figura crecía en importancia y comenzaba a crear una sombra que le incomodaba.
Los familiares llevan fruta y galletas, a pesar de que a los internos no parece faltarles nada en ese paraíso senderista desarrollado a la vista de las autoridades penitenciarias y entonces, abril de 1992, nueve largos meses después de que la televisión española mostrara que los senderistas habían convertido sus pabellones del penal Castro Castro en una especie de zona liberada, en un lugar de activo proselitismo. A los policías del penal les importaba un comino y podían pasear frente a la mesa con pasteles colocada en la puerta del 4B y hasta comprar un pastel de manzana, aún sabiendo que además de hornos, habían también bombas incendiarias en las celdas.
Mientras converso con mi informante (ver post anterior si no sabes a qué me refiero) observo el reparto organizado del almuerzo: pallares con arroz para esa tarde de jueves. Todos se mueven con orden, aunque el orden se rompa por la presencia de los visitantes. Uno de ellos es un pequeñito que parece tener algo más de un año de edad y que se mece con entusiasmo al ritmo de la guitarra que toca su padre.
Aquellas monedas habían paseado antes por el bolso de alguna esposa de narco. Los pelícanos del Penal de Canto Grande de inicios de los 90 se las piden a todas las mujeres que cruzan seriecitas la rotonda del penal con destino al pabellón 4A, que alberga, entre otros, al "Padrino" Reynaldo Rodríguez López" y su camarilla de ayudantes, quienes tienen en sus pabellones refrigeradoras para las gaseosas que venden y las que reciben de sus visitantes.
Pero los Pelícanos no tienen gaseosas, no tienen nada. Son internos comunes a los que nadie va a visitar, los únicos que sólo comen la asquerosa paila de la cárcel y que para darse un gusto deben pedir propina a los visitantes, sobre todo a las mujeres, quienes se sienten intimidadas por sus harapos.
Esta vez, la propina le permite a Agustín, un Pelícano que está en Canto Grande por vender drogas- comprarse un dulce budín de pan preparado por los internos del famoso pabellón 4B, ese que amanece con el ruido de arengas y cánticos que a Agustín no le incomodan... Ese pabellón que en Abril de 1992 alberga a poco mas de 400 senderistas o "compañeros", como los llaman los demás internos que no resisten la tentación de los pasteles que la organizada panadería del pabellón prepara durante la madrugada, a pesar de las decenas de moscas que se posan sobre ellos.
No se trata de un taller alentado por las autoridades penitenciarias. Es una panadería bien equipada que los internos han instalado sin autorización oficial. Los del 4B también venden alpargatas y bolsos de diseño étnico con cuero que los propios visitantes les llevan. Es lo primero que ven quienes visitan el pabellón, además de las columnas pintadas de rojo y una obsesión por llenar las paredes de escritos adornados con dibujos de Mao mas pequeños que el gran mural que decora el patio principal del pabellón: una pintura que retrata los años mozos de Abimael Guzmán. No hay pared vacía en el recinto anterior al patio.
Los internos del 4B parecen sufrir de un letargo constante. Sus gestos son más pausados que los de los que vienen de afuera a visitarlos. Es como si el tiempo transcurriera más lento dentro de las paredes con letras rojas. Las sonrisas son escasas, aunque las veo repartidas alrededor de un personaje al que conocía en ese momento sólo por fotografías y televisión: Era el mismísimo Osmán Morote Barrionuevo rodeado de un grupo de admiradoras que les acercan niños para que los bese, cual político en campaña.
La figura de Morote parece ser mística, aunque su poder se redujera incluso antes de su captura a fines de los ochenta, en el momento en que Abimael Guzmán lo había enviado a liderar las acciones senderistas en el norte, un lugar donde Sendero no tenía presencia. En pocas palabras, lo había enviado a la siberia al comprobar que su figura crecía en importancia y comenzaba a crear una sombra que le incomodaba.
Los familiares llevan fruta y galletas, a pesar de que a los internos no parece faltarles nada en ese paraíso senderista desarrollado a la vista de las autoridades penitenciarias y entonces, abril de 1992, nueve largos meses después de que la televisión española mostrara que los senderistas habían convertido sus pabellones del penal Castro Castro en una especie de zona liberada, en un lugar de activo proselitismo. A los policías del penal les importaba un comino y podían pasear frente a la mesa con pasteles colocada en la puerta del 4B y hasta comprar un pastel de manzana, aún sabiendo que además de hornos, habían también bombas incendiarias en las celdas.
Mientras converso con mi informante (ver post anterior si no sabes a qué me refiero) observo el reparto organizado del almuerzo: pallares con arroz para esa tarde de jueves. Todos se mueven con orden, aunque el orden se rompa por la presencia de los visitantes. Uno de ellos es un pequeñito que parece tener algo más de un año de edad y que se mece con entusiasmo al ritmo de la guitarra que toca su padre.
La melodía comienza a darme escalofríos: "Este chiquito será guerrillero, este chiquito será guerrillero... canta este hombre joven de barba y jeans desteñidos, mientras una mujer de cabellos largos sonríe y aplaude al ver al niño sonreir en el más inocente de los gestos.
En ese momento la frase de mi informante me retumba en las sienes casi con la misma intensidad que el ruido de las explosiones que lo destruirían todo una semana después:
-"Quizás sea la última vez que me veas, pero no importa, la sangre riega la revolución"... había dicho este hombre y me quedé pensando en lo que eso significaría para este pequeñín, quien ahora debe estar por cumplir 17 años de edad.
En medio de mis cavilaciones llegué a una conclusión que reafirmo ahora: en este complejo problema quien cree acabar con la rabia matando al perro se equivoca. La pena de muerte que ahora se plantea no soluciona, ni solucionará nada.
Continuará...
Etiquetas: Ciudad caótica, Dejando huella