En honor a Doris

Los pasadizos tenían como siempre ese aire de misterio y ese olor a viejo que evocaba el recuerdo de tiempos mejores. Siempre me preguntaba por qué entonces a los intelectuales de la mitad del siglo veinte les encantaba trabajar en ambientes oscuros y andaba en esos cuestionamientos mientras subía las escaleras que me llevaban a la oficina a donde debía llevar mi Recibo de Honorarios Profesionales, ese trozo de papel que acreditaba mi paso por la legendaria revista.
Apenas asomada por el marco de la puerta su mirada de tigresa me intimidó de inmediato. Tenía los ojos mejor maquillados que yo, el cutis con el toque aterciopelado de finos polvos faciales y una falda que delataba una postura de señorita bien de antaño con todo y medias de seda cubriendo las que alguna vez fueron las piernas más deseadas de la sociedad limeña
-Tú quien eres?, azotó con gesto de altivez...
Mi nombre le sonó al principio con apellido extranjero. Los años ya le habían dejado entonces una sordera bastante incómoda. Doña Doris sonrió al advertir su propia torpeza y repreguntó sobre el tipo de labor que se me había encargado. Mientras hablaba cogía entre sus manos las fotografías que había seleccionado para la sección social: Ellos y Ellas. Revisaba con minuciosidad a los personajes que según su criterio deberían tener el honor de aparecer en aquella revista que alguna vez fundó adelantándose a su tiempo. Y es que como lo escribió alguna vez Teresina Muñoz Najar, debió haber fundado una revista de modas y belleza por la lógica que la época le imponía a las mujeres, pero ella, rebelde desde siempre se metió al periodismo político, entonces reservado a los hombres.
Yo había tartamudeado un par de veces mientras respondía a sus preguntas. No siempre se tiene a un ícono delante, no siempre se ve sonreir a una mujer que puso coraje a un proyecto personal que siguió con admirable terquedad; no siempre se tiene el privilegio de conocer una mujer que supo vivir la vida con mucha intensidad sin arrepentirse de nada.
Aquel oscuro pasadizo traía siempre el eco de los cuentos de bar que sobre Doris contaban todos los viejos redactores a los neófitos colaboradores como yo. La leyenda de la búsqueda y recuperación de su retrato desnudo que alguna vez le hizo un enamorado Sérvulo Gutiérrez y las mentadas de madre a su propio hijo en el éxtasis de las discusiones editoriales eran las narraciones preferidas. De esta forma, los aprendices de periodistas, nos sentíamos orgullosos de formar parte, aunque sea mínima y trivial, del mismo escenario en el que Doña Doris Gibson Parra paseaba su imponente mirada que jamás se marchitó con el peso de la edad.
Doris ha muerto, ¡que viva Doris!