
La frase era el martillo que indudablemente te golpeaba los sesos dentro de todo el mensaje. El papel era un manuscrito en mayúsculas colgado en la parte interior de la puerta del baño de mujeres de una revista donde yo estaba practicando. Su lectura era un cólico inevitable, una borrasca que te escarapelaba el cuerpo mientras leías uno a uno cada párrafo. "Queridos amigos" comenzaba la carta colectiva. Les mentiría si dijera que recuerdo bien todo el contenido y me arrepiento de no haber guardado el papel. Lo cierto es qué habían copias exactas e igualmente manuscritas en el baño de hombres del piso cinco de ese lúgrube edificio del centro de Lima donde estaba la redacción de la más prestigiosa revista limeña y el autor era nada menos que uno de los redactores principales que anunciaba a medio mundo que se suicidaría en los próximos días.
A mis 21 años no entendía por qué - en un gesto extraño de solidaridad- aquella misiva de despedida permanecía por varios días sin que nadie se atreva a arrancarla de paredes y puertas. Pregunté, por supuesto y la respuesta fue que el "loquito" podría tomarlo como una falta de respeto a su "derecho" a expresarse. Después de todo la esencia de esta revista es la defensa de la libertad de expresión cuyo estandarte simbólico era la fotrografía gigante de un tipo ingresando de cabeza a la puerta de una de las oficinas, un militar que tuvo secuestrado el medio en épocas del golpe militar. Así que niña: "aquí a nadie le impedimos que se exprese".
A él, a quien llamaremos "el autor", lo había conocido apenas unos meses atrás, como a los demás en la revista. Me cayó bien y creo que fue recíproco. Quizás por eso me llamó a integrar la plana de redactores de una revista empresarial de circulación mensual, que era algo así como su cachuelo en sus ratos libres.
Me hablaba de su proceso de divorcio y yo lo escuchaba con empatía, aunque en el fondo sentía que esperaba más bien un poco de compasión. Ella, la ex, era por entonces una empleada bancaria, recientemente ascendida a la categoría de funcionaria. Él fue desde siempre ese especímen bohemnio que aún se encuentra en los bares de Quilca, con añadidos ecologistas y una simpatía por el "Peace and love" de los 60´s. Sin embargo, la revista le daba un considerable sueldo, acorde a su talento como redactor. Me contó que apenas casados compraron un terreno en Canto Grande, bien al fondo, cerca de un lugar donde habían vaquitas y mucho verde. "Era el paraíso" -decía él mientras le brillaban los ojos, pero el rayo de luz se esfumaba rápido cuando añadía que hace poco los terrenos colindantes habían sido invadidos y todo se había convertido en un Asentamiento Humano con muchos niños caminando descalzos, mucha Karma, mucha tristeza y carencias.
Recuerdo que una mañana lo llamé por teléfono y le dije: -Hola autor, soy Mónica-.. Lo que siguió fue un silencio que no parecía tener fin. -Estás ahí?- insistí.. -Mónica, ¿qué Mónica?- pronunció con tono ahogado.
-Oye, ¿cuando es que tengo que entregarte el artículo de la revista empresarial?
-Ah, perdón, creí que se había hecho el milagro, que eras mi ex, recuerda que se llama igual.
Pero no era para que el sonido de mi nombre causara una depresión instantánea, pero el autor era así con sus arranques de poeta-maldito-depresivo y cuando eso ocurría, sus allegados lo llenaban de fallidas frases optimistas.
Un día escuchó las mismas frases de los labios jóvenes y entusiastas de una secretaria de la revista empresarial. De pronto las tardes lúgrubes de otoño en el contaminado centro de Lima se pintaron de un inesperado optimismo para el autor. Todos quienes confíabamos en su talento, creímos, con convicción emocionada, que sus fantasmas de la autodestrucción podrían huir en medio de la buena vibra, aunque -como era lógico-hacía falta darle tiempo al tiempo.
El autor había conocido a la secretaria justo una semana después de empapelar baños y pasadizos con su mensaje de despedida. La relación no comenzó tan rápido, ni fue el efecto del amor a primera vista lo que lo hizo desistir de su promesa de autoeliminación. "Es que no es la primera vez que anuncia su suicidio, ya lleva como tres", me dijo un veterano colega. La diferencia era que en esta oportunidad el autor había dejado un testimonio escrito, pero aunque las frases de ánimo llegaron, en el fondo todos alrededor estaban seguros de que era un anuncio más que no se concretaría. Efectivamente: transcurrió un mes y el protagonista seguía vivito, coleando y ahora tenía una nueva pareja.
La secretaria y el autor parecían vivir felices esa turbulencia amorosa y él le gritaba al mundo que ella era algo así como su salvadora, denominación que emocionaba a la muchacha que entonces contaba 20 años y no muchas experiencias amorosas, según me había confiado. Todo parecía oler a dicha hasta que un día inesperado, sin discusiones ni aparentes depresiones previas o episodios tristes, el autor amaneció insconsciente tras tragarse una cantidad inmensa de sedantes. Esta vez había intentado en serio fugar de este mundo, sin avisarle a nadie, tal vez por que no había pretexto lógico, ni justificación real, quien sabe.
No murió instantáneamente, lo hizo tras una agonía de dos semanas en las que la secretaria lo acompañó con mimosa dedicación. Así acabaron sus días y yo aquí exorcizo el recuerdo de su existencia con algo de miedo, al recordar que la publicación de un hecho de suicidio puede inspirar al suicida potencial. Pero no es mi intención la apología a la autoeliminación. Amo la vida y JAMÁS entenderé a quienes deciden arrancársela de tajo. Para mi no hay justificaciones, no las hay simplemente.
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